viernes, 16 de mayo de 2014

¿Qué ves?

   A orillas del Yamuna se asentaban dos chozas hechas de ramas. El río las separaba. En una vivía una santa, en la otra enseñaba un asceta. Para evitar incurrir  en la impureza con la mirada o el pensamiento, habían convenido, muchos años atrás, el primer día de su retiro, que ella se bañaría al amanecer y él a la puesta del sol. A lo largo de los años, ninguno de los dos había faltado nunca a este compromiso. Pero una mañana, mientras meditaba, la santa se deslizó en tal éxtasis que el tiempo se desvaneció. Cuando finalmente regresó a este mundo, advirtió que la luz seguía siendo la de la mañana y se dirigió hacia el río para realizar sus abluciones. Ya sumergida en la corriente, con sus cabellos sueltos para lavarlos, vio llegar al asceta a la orilla opuesta. No era el alba, sino el crepúsculo. El día había transcurrido sin que ella se percatara. Para no romper su promesa, salió del agua, y ya iba a marcharse cuando oyó al asceta mascullar detrás de ella:
Madre, ¿ no te da vergüenza ?
Dio media vuelta. Su sari chorreante ceñía un cuerpo cansado por los años.
Respondió tranquila y erguida:
¿ Vergüenza, yo ? No. Si esperas la vergüenza, es que la conoces. Está en ti, pobre hombre.
Él sabía bien que no era un sabio y que quienes acudían a él persuadidos de que se encontrarían con uno erraban, pero ¿ cómo había podido ella, en un instante, adivinar su miseria pese a que no se habían vuelto a ver desde hacía años ?
Madre, ¿por qué me acusas ?
¿ Qué ves ?
Un cuerpo de mujer al que se pega la estopilla.
Humo de las apariencias. !Mira! En realidad sólo es el Sí mismo, ni macho ni hembra.
De repente desapareció, y sobre la orilla, allí donde se habían posado sus pies desnudos, no dejó más que dos charcos de agua gris. Él se quedó un instante parado; luego decidió abandonar su choza y sus ilusiones de sabiduría. Ordenó a sus discípulos que volvieran s sus casas y cruzó el río. Se acercó a la cabaña deseoso de estudiar junto a la santa. Nadie respondió a su llamada. Les preguntó a los campesinos del pueblo vecino dónde estaba. Le informaron de que nunca había habitado nadie en la choza que él indicaba. Los lugareños le miraban con extrañeza y retrocedían diciendo:
Si alguien se te ha aparecido y tu espíritu no está confuso, o es un demonio o es un Dios.

Él partió y se estableció lejos de allí, a orillas del Gangas. Ahí meditó solo y sinceramente, sin buscar saber alguno, poder alguno, gloria alguna, sino la sola Verdad.
Con el tiempo, los aldeanos vecinos le cobraron afecto a su sencillez y, cuando después de unas lluvias torrenciales el río creció y temieron una inundación, acudieron para prevenirle, rogándole que dejara su choza al borde de las aguas y se trasladara a otra casa del pueblo, a la espera de que el río se apaciguara.
No temáis-respondió con total confianza-; voy a rogar a Dios, él me protegerá.
Permaneció allí, sin alterar en anda sus costumbres. El agua que seguía subiendo llegó justo delante de la choza. Las olas chapoteaban en el umbral de la modesta vivienda. Los lugareños volvieron a acudir.
¡Ven a nuestro pueblo, hombre santo, sigue lloviendo, corres el riesgo de ahogarte!
Dejad ya de preocuparos. El Señor no abandona a sus creyentes, ¡sabedlo!
Pese a lo que le insistieron, volvió a su meditación, con los pies en el agua y la frente en las nubes. Al día siguiente el agua penetró en la choza. Se subió al tejado y se sentó allí rogando fervorosamente a Dios. Una barca atracó contra el muro mojado.
¡Si deseas vivir, ven a terreno seco, sobre la colina, date prisa!
¡Hombres de poca fe!-suspiró antes de volver a sus oraciones.
El agua subió hasta el tejado, acarició sus tobillos, rodeó su cintura,  le llegó hasta el cuello. Pasaba una barca, arrastrada por la furiosa corriente. El barquero le arrojó una cuerda para que se agarrara a ella y se reuniera con los pasajeros.
Sigue tu camino, bien hombre. Dios te bendiga por tu gesto, él es quien me sostiene, nada temo.
El agua sumergió su boca y su nariz.
La casa se derrumbó bajo sus pies.

Cuando salió del túnel de la muerte, en el umbral del otro mundo, se encontró ante Dios.
¡Ah!-le gritó-. Te imploré, me respondiste que acudirías, y aquí estoy, muerto. ¿ Es así cómo proteges ? ¿Por qué me has engañado?
Acudí varias veces.
¡Mentira! ¡Ni te vi ni te oí¡
Esas gentes que te brindaron el refugio de su hogar, esas barcas y ese barquero que te negaste a escuchar, ¿ quién eran, pues, sino Yo? ¡ Tres veces te tendí la mano: tres veces la rechazaste!
El asceta se quedó mudo. Su espíritu volvió a ver a la velocidad del rayo a la santa, a los lugareños, el río hinchado, sombras danzantes en el fondo de su memoria. Sus ilusiones se disiparon en el aire de la noche.
Nada soy-dijo-.
Ya no vio ni oyó nada más, y no fue nada más que lo que Es.

Cuentan que, a orillas del río, un sabio se baña al anochecer, y que sólo lo distinguen entre las brumas los seres en camino hacia lo absoluto. A éstos les habla. Les pregunta:
¿Qué ves?

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