martes, 13 de mayo de 2014

El monje y el novicio

   La lluvia del monzón crepitaba sobre la carretera cavando acequias, liberando las piedras. El monje y el novicio caminaban con la espalda encorvada. Esa misma tarde les esperaban en el monasterio plantado sobre la montaña. Avanzaban sin ver más allá de tres pasos por delante de ellos. A su alrededor, el mundo había dejado de existir.  Estaban envueltos en una especie de capullo blanquecino y tibio que anulaba todo ruido, todo color, todo olor. Era fácil ver que no era más que ilusión. Se habían despojado de sus sandalias de cuero empapado que serraban sus pies arrugados por el agua. Las asperezas del camino volvían a resultar perceptibles bajo el callo reblandecido que les servía de suela. Con sus atuendos monásticos pegados al cuerpo, luchaban, como estatuas móviles, ayudándose con bastones para avanzar a contracorriente. Torrentes de lodo bajaban rodando sobre el mundo, se remolinaban en torno a ellos, cubriéndolos las pantorrillas y las rodillas. No avanzaban más que a costa de un esfuerzo considerable, en un mutismo de aliento ronco. Todas sus fuerzas se concentraban en echar un pie delante del otro. Les dolían las caderas, y los músculos de los muslos les ardían debido al esfuerzo. En ocasiones, los tenía un calambre. Entonces agarraban con ambas manos el miembro dolorido, los sacudían, le pegaban golpecitos discontinuos y lo frotaban para hacerlo entrar en calor. Cuando cesaba la crispación, inspiraban, aliviados, y reanudaban de inmediato la marcha hacia el monasterio perdido en la bruma.
Finalmente la lluvia cesó, dejando tras de sí una luminosidad inaprensible, colores avivados por el agua, un olor almizcleño a musgo y a cieno. La ruta volvió a aparecer, las montañas se manifestaron de nuevo en la estela de las nubes barridas por el viento. Se detuvieron para escurrir sus prendas y vaciar el fondo de las escudillas colgadas de su cintura. Luego emprendieron la marcha.
En un recodo del camino, una mujer empapada, que contemplaba consternada el río crecido por el monzón, les cortó el paso.
Madre-le dijeron respetuosamente, pues los monjes llaman a todas las mujeres <<madre>> para alejar el deseo potencial-, ¿por qué permaneces en medio del camino para mirar el río?
Mi casa y mi familia están al otro lado: esta mañana, casi lo he vadeado, pero esta tarde el agua está tan alta que no me atrevo a aventurarme.
El novicio la subió entonces sobre sus hombros y la cruzó. Después regresó junto al monje. Se miraron un instante para confirmarse mutuamente que ya era hora de seguir, y reemprendieron su ascensión, que duró varias horas más.
Llegaron a la vista del monasterio un poco antes del anochecer. agotados por el viaje, se sentían aliviados al ver perfilarse el gran edificio sombrío y la inmensa campana blanca del stupa. Hicieron una pausa para recobrar el aliento.
De repente, el monje se inquietó:
¿ cómo vas a explicarle eso al lama?
¿Qué debo explicarle al lama?
¡Esa mujer que has tomado sobre tus hombros!
El novicio se echó a reír:
Yo la dejé en la otra orilla. ¿Y tú ? ¿Realmente la has llevado durante todo este tiempo?

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