sábado, 17 de mayo de 2014

Nuestra conciencia se asemeja a unas gafas polarizadas

   Dos pescadores se encontraban en un río en Estados Unidos, pescando con la técnica de la mosca. En esta técnica que se ha popularizado en muchas películas, el hilo se mueve como un látigo encima del agua, golpeando ocasionalmente la superficie del agua para dar la impresión de que un insecto ha caído en ella. Esto hace que las truchas inmediatamente se lancen a la captura. Lógicamente, para que el pez le dé tiempo a cazar su presa, ha de sentir que está muy cerca de ella. Por eso, en esta técnica de pesca es de gran importancia que el cebo toque el agua en la proximidad de los peces.
Uno de los pescadores pescaba muchísimo, mientras que el otro no pescaba nada. Preguntados sobre la posible explicación a este hecho tan curioso, muchas personas hablaban de suerte y otras de experiencia. La realidad se aleja mucho de lo que nos parece razonable. El pescador que pescaba tantos peces utilizaba unas gafas especiales que se llaman "gafas polarizadas" y que le permitían distinguir la silueta de los peces debajo del agua. A los que no somos especialmente aficionados a la pesca, no se nos habría pasado ni siquiera por la cabeza que ésta fuera la explicación, ya que no teníamos ni idea de que hubiera gafas capaces de lograr algo tan sorprendente.
Nuestra conciencia se asemeja a las gafas polarizadas de la historia. Ella es la que nos ayuda a descubrir qué es lo que hay en nuestro interior.



La imperturbabilidad del Buda


   Durante muchos años el Buda se dedicó a recorrer ciudades impartiendo enseñanza. Pero en todas partes hay gente aviesa y desaprensiva. Así, a veces surgían personas que se encaraban con el maestro y le insultaban acremente. El Buda jamás perdía la sonrisa y mantenía una calma imperturbable. Hasta tal punto conservaba la quietud y la expresión del rostro apacible, que un día los discípulos, extrañados, le preguntaron: ¿cómo puedes mantenerte tan sereno ante los insultos?.
Y el Buda repuso: ellos me insultan, ciertamente, pero yo no recojo los insultos.


Una insensata búsqueda

   Una mujer estaba buscando afanosamente algo alrededor de un farol. Entonces una persona pasó junto a ella y se detuvo a contemplarla. No pudo por menos que preguntar:
Bueno mujer, ¿ qué se te ha perdido, qué buscas?
Sin poder dejar de gemir, la mujer, con la voz entrecortada por los sollozos, pudo responder a duras penas:
Busco una aguja que he perdido en mi casa, pero como allí no hay luz, he venido a buscarla junto a este farol.

Todo lo que existe es Dios

   El maestro y el discípulo estaban departiendo cuestiones místicas. El maestro concluyó: todo lo que existe es Dios.
El discípulo no comprendió la naturaleza de las palabras de su maestro. Salió de la casa y comenzó a caminar por una callejuela. De súbito vio frente a él un elefante que venía en dirección contraria, ocupando toda la calle. El jovencito que conducía al animal avisó gritando:
!Eh, oiga, apartase, déjenos pasar!
Pero el discípulo, inmutable, se dijo:"Yo soy Dios y el elefante es Dios, así que ¿ cómo puede tener miedo Dios de sí mismo?. Razonando de este modo evitó apartarse. El elefante llegó hasta él, lo agarró con la trompa y lo lanzó al tejado de una casa, rompiéndole varios huesos. Semanas despúes, repuesto de sus heridas, el discípulo acudió al maestro y se lamentó de lo sucedido. El maestro replicó:
De acuerdo, tú eres Dios y el elefante es Dios. Pero Dios en la forma del muchacho que conducía el elefante, te avisó para que dejaras el paso libre, ¿por qué no hiciste caso de la advertencia de Dios?.



viernes, 16 de mayo de 2014

Espíritu compasivo

   Cerca de París había una comunidad espiritual que había sido fundada por Gurdieff. Este hombre había aprendido en diversos monasterios en los desiertos una serie de danzas y ritmos que, junto con otro tipo de enseñanzas, ayudaban a las personas a desarrollar su espiritualidad. En aquella comunidad, vivía un hombre mayor al que la gente no soportaba. Catalogado como huraño y desagradable, aquel hombre, a pesar de vivir entre ellos, no era aceptado como uno más. Un día, aquel hombre decidió que aquél no era su sitio y se marchó de allí. Al enterarse Gurdieff de lo ocurrido, salió a buscarle hasta que, finalmente lo encontró e intentó convencerle para que volviera, a lo que el hombre se negó. Finalmente Gurdieff logró que volviera después  de prometerle que le pagaría si volvía a vivir en la comunidad. Cuando la gente de ese lugar se enteró de que no sólo tenían que pagar a Gurdieff por vivir en la comunidad, sino que además ahora tenían también que pagar para que aquel ser tan incómodo viviera allí, se revelaron contra aquella situación. Al enterarse de aquella reacción de sus discípulos, Gurdieff les citó a todos en una sala y les dijo:
No habéis entendido nada. Tener un hombre así en esta comunidad es el mejor regalo que se os podía haber hecho, porque la mejor manera de que aprendáis a desarrollar un espíritu compasivo, algo que ahora ninguno de los que estáis aquí habéis demostrado tener. Sin este espíritu, mis instrucciones de nada os servirían y, por eso, vosotros me tenéis que pagar a mí y yo pagarle a él.


Mullah Nasruddin

   Sufí que es Mullah Nasruddin, conocido por ser a la vez sabio y un excéntrico.
Cierto día, Nasruddin estaba echando unas migas de pan a su alrededor, cuando un vecino se le acercó y le preguntó:
¿Qué estás haciendo, Nasruddin?
Intento mantener alejados a los tigres-respondió Nasruddin.
Pero si no hay tigres en miles de kilómetros a la redonda-replicó perplejo el vecino.
Una clara demostración de la eficacia de mi método, ¿no te parece?-respondió Nasruddin.

Ni tú ni yo somos lo mismo

   El Buda fue el hombre más despierto en su época. Nadie como él comprendió el sufrimiento humano y desarrolló la benevolencia y la compasión. Entre sus primos, se encontraba el perverso Devadatta, siempre celoso del maestro y empeñado en desacreditarlo y incluso a matarlo. cierto día, el Buda estaba paseando tranquilamente, Devadatta, a su paso le arrojó una roca desde la sima de una colina. Sin embargo la roca cayó al lado del Buda y Devadatta no pudo conseguir su objetivo. El Buda se dio cuenta de lo sucedido y permaneció impasible, sin perder la sonrisa de los labios. Días despúes, el Buda se cruzó con su primo y lo saludó afectuosamente. Muy sorprendido, Devadatta preguntó:
¿ No estás enfadado, señor?
No, claro que no.
Sin salir de su asombro, inquirió:
¿Por qué?
El Buda dijo: ni tú eres ya el que arrojó la roca, ni yo soy ya el que estaba allí cuando me fue arrojada.

Más allá de las diferencias

   Una mujer, muy santa se estaba dando un apacible baño totalmente desnuda. De repente, un yogui vino a darle un recado y la sorprendió en su desnudez. Desconcentrado y sorprendido, se dio rápidamente media vuelta y se dispuso a alejarse de la mujer, pero ella le reprendió en los siguientes términos:
¿Por qué te vuelves? si me pudieras ver como las vacas pastando en los campos, también desnudas, no tendrías necesidad de marcharte. Si no te comportas con naturalidad al verme desnuda, es que todavía haces diferencia entre tú y yo; todavía estás atrapado en la dualidad y el deseo.
El yogui comprendió la verdad que brotaba de los labios de la mujer, se puso ante ella y empezó a exclamar: !madre! madre! madre!

Las palabras son poderosas

   Había un samurai que era muy diestro con la espada y a la vez muy soberbio y arrogante. De alguna manera, él sólo se creía alguien y algo cuando mataba a un adversario en un combate y, por eso, buscaba continuamente ocasiones para desafiar a cualquiera ante la más mínima afrenta. Era de esta manera como el samurai mantenía su idea, su concepto de sí mismo, su férrea identidad.
En una ocasión, este hombre llegó a un pueblo y vio que la gente acudía en masa a un lugar. El samurai paró en seco a una de aquellas personas y le preguntó:
¿A dónde vais todos con tanta prisa?
Noble guerrero-le contestó aquel hombre que, probablemente, empezó a temer por su vida-, vamos a escuchar al maestro Wei.
¿Quién es ese tal Wei?
¿Cómo es posible que no le conozcas, si el maestro Wei es conocido en toda la región?
El samurai se sintió un estúpido ante aquel aldeano y observó el respeto que aquel hombre sentía por ese tal maestro Wei y que no parecía sentir por un samurai como él. Entonces decidió que aquel día su fama superaría a la de Wei y por eso siguió a la multitud hasta que llegaron a la enorme estancia donde el maestro Wei iba a impartir sus enseñanzas.
El maestro Wei era un hombre mayor y de corta estatura por el cual el samurai sintió de inmediato un gran desprecio y una ira  contenida.
Wei empezó a hablar:
En la vida hay muchas armas poderosas usadas por el hombre y, sin embargo, para mí, la más poderosa de todas es la palabra.
Cómo puede un viejo estúpido como tú hacer semejante comentario-Entonces sacando su katana y agitándola en el aire, prosiguió-. Ésta sí que es un arma poderosa, y no tus estúpidas palabras.
Entonces el maestro Wei, mirándole a los ojos, le contestó:
Es normal que alguien como tú haya hecho ese comentario; es fácil ver que no eres más que un bastardo, un bruto sin ninguna formación, un ser sin ningunas luces y un absoluto hijo de perra.
Cuando el samurai escuchó aquellas palabras, su rostro enrojeció y con el cuerpo tenso y la mente fuera de sí empezó a acercarse al lugar donde Wei estaba.
Anciano, despídete de tu vida porque hoy llega a su fin.
Entonces, de forma inesperada, Wei empezó a discuplarse:
Perdóname, gran señor, sólo soy un hombre mayor y cansado, alguien que por su edad puede tener los más graves de los deslices. ¿Sabrás perdonar con tu corazón noble de guerrero a este tonto que en su locura ha podido agraviarte?
El samurai se paró en seco y le contestó:
Naturalmente que sí, noble maestro Wei, acepto tus excusas.
En aquel momento Wei le miró directamente a los ojos y le dijo:
Amigo mío, dime: ¿son o no poderosas las palabras?

Transitorio

   Un famoso profesor espiritual llegó hasta la puerta del palacio del rey. Ninguno de los guardias intentó detenerlo mientras entraba y caminaba hacia donde el mismo rey estaba sentado en su trono.
¿Qué quiere?, preguntó el rey, reconociendo inmediatamente al visitante.
Quisiera un lugar para dormir en esta posada, contestó el maestro.
Pero esta no es una posada-dijo el rey- es mi palacio.
¿Puedo preguntar quién era el dueño de este palacio antes de usted?
Mi padre. Él está muerto.
¿Y quién era el dueño antes de él?
Mi abuelo. Él también está muerto.
¿Y este lugar en donde la gente vive por un corto tiempo y después se muda, acaso le oí decir que no es una posada?

¿Qué ves?

   A orillas del Yamuna se asentaban dos chozas hechas de ramas. El río las separaba. En una vivía una santa, en la otra enseñaba un asceta. Para evitar incurrir  en la impureza con la mirada o el pensamiento, habían convenido, muchos años atrás, el primer día de su retiro, que ella se bañaría al amanecer y él a la puesta del sol. A lo largo de los años, ninguno de los dos había faltado nunca a este compromiso. Pero una mañana, mientras meditaba, la santa se deslizó en tal éxtasis que el tiempo se desvaneció. Cuando finalmente regresó a este mundo, advirtió que la luz seguía siendo la de la mañana y se dirigió hacia el río para realizar sus abluciones. Ya sumergida en la corriente, con sus cabellos sueltos para lavarlos, vio llegar al asceta a la orilla opuesta. No era el alba, sino el crepúsculo. El día había transcurrido sin que ella se percatara. Para no romper su promesa, salió del agua, y ya iba a marcharse cuando oyó al asceta mascullar detrás de ella:
Madre, ¿ no te da vergüenza ?
Dio media vuelta. Su sari chorreante ceñía un cuerpo cansado por los años.
Respondió tranquila y erguida:
¿ Vergüenza, yo ? No. Si esperas la vergüenza, es que la conoces. Está en ti, pobre hombre.
Él sabía bien que no era un sabio y que quienes acudían a él persuadidos de que se encontrarían con uno erraban, pero ¿ cómo había podido ella, en un instante, adivinar su miseria pese a que no se habían vuelto a ver desde hacía años ?
Madre, ¿por qué me acusas ?
¿ Qué ves ?
Un cuerpo de mujer al que se pega la estopilla.
Humo de las apariencias. !Mira! En realidad sólo es el Sí mismo, ni macho ni hembra.
De repente desapareció, y sobre la orilla, allí donde se habían posado sus pies desnudos, no dejó más que dos charcos de agua gris. Él se quedó un instante parado; luego decidió abandonar su choza y sus ilusiones de sabiduría. Ordenó a sus discípulos que volvieran s sus casas y cruzó el río. Se acercó a la cabaña deseoso de estudiar junto a la santa. Nadie respondió a su llamada. Les preguntó a los campesinos del pueblo vecino dónde estaba. Le informaron de que nunca había habitado nadie en la choza que él indicaba. Los lugareños le miraban con extrañeza y retrocedían diciendo:
Si alguien se te ha aparecido y tu espíritu no está confuso, o es un demonio o es un Dios.

Él partió y se estableció lejos de allí, a orillas del Gangas. Ahí meditó solo y sinceramente, sin buscar saber alguno, poder alguno, gloria alguna, sino la sola Verdad.
Con el tiempo, los aldeanos vecinos le cobraron afecto a su sencillez y, cuando después de unas lluvias torrenciales el río creció y temieron una inundación, acudieron para prevenirle, rogándole que dejara su choza al borde de las aguas y se trasladara a otra casa del pueblo, a la espera de que el río se apaciguara.
No temáis-respondió con total confianza-; voy a rogar a Dios, él me protegerá.
Permaneció allí, sin alterar en anda sus costumbres. El agua que seguía subiendo llegó justo delante de la choza. Las olas chapoteaban en el umbral de la modesta vivienda. Los lugareños volvieron a acudir.
¡Ven a nuestro pueblo, hombre santo, sigue lloviendo, corres el riesgo de ahogarte!
Dejad ya de preocuparos. El Señor no abandona a sus creyentes, ¡sabedlo!
Pese a lo que le insistieron, volvió a su meditación, con los pies en el agua y la frente en las nubes. Al día siguiente el agua penetró en la choza. Se subió al tejado y se sentó allí rogando fervorosamente a Dios. Una barca atracó contra el muro mojado.
¡Si deseas vivir, ven a terreno seco, sobre la colina, date prisa!
¡Hombres de poca fe!-suspiró antes de volver a sus oraciones.
El agua subió hasta el tejado, acarició sus tobillos, rodeó su cintura,  le llegó hasta el cuello. Pasaba una barca, arrastrada por la furiosa corriente. El barquero le arrojó una cuerda para que se agarrara a ella y se reuniera con los pasajeros.
Sigue tu camino, bien hombre. Dios te bendiga por tu gesto, él es quien me sostiene, nada temo.
El agua sumergió su boca y su nariz.
La casa se derrumbó bajo sus pies.

Cuando salió del túnel de la muerte, en el umbral del otro mundo, se encontró ante Dios.
¡Ah!-le gritó-. Te imploré, me respondiste que acudirías, y aquí estoy, muerto. ¿ Es así cómo proteges ? ¿Por qué me has engañado?
Acudí varias veces.
¡Mentira! ¡Ni te vi ni te oí¡
Esas gentes que te brindaron el refugio de su hogar, esas barcas y ese barquero que te negaste a escuchar, ¿ quién eran, pues, sino Yo? ¡ Tres veces te tendí la mano: tres veces la rechazaste!
El asceta se quedó mudo. Su espíritu volvió a ver a la velocidad del rayo a la santa, a los lugareños, el río hinchado, sombras danzantes en el fondo de su memoria. Sus ilusiones se disiparon en el aire de la noche.
Nada soy-dijo-.
Ya no vio ni oyó nada más, y no fue nada más que lo que Es.

Cuentan que, a orillas del río, un sabio se baña al anochecer, y que sólo lo distinguen entre las brumas los seres en camino hacia lo absoluto. A éstos les habla. Les pregunta:
¿Qué ves?

El viajero sediento

   Un tren se deslizaba como una serpiente quejumbrosa. Varios hombres compartían un departamento y, como quedaban muchas horas para llegar al destino, decidieron apagar la luz y dormir un poco. Transcurrieron los minutos y los viajeros empezaron a conciliar el sueño. Cuando de repente, empezó a escucharse una voz que decía:
¡ Ay, qué sed tengo! ay, qué sed tengo!
Así una y otra vez, era uno de los viajeros que no cesaba de quejarse de su sed, impidiendo dormir a sus compañeros. Se levantó uno de los viajeros y fue al lavabo y le trajo un vaso de agua. El hombre sediento, bebió con avidez el agua. Todos se echaron a dormir y apagaron la luz. Los viajeros reconfortados, se pusieron a dormir. Transcurrieron unos minutos. Y de repente, la misma voz de antes comenzó a decir:
¡Ay qué sed tenía! ¡ay que sed tenía!.

jueves, 15 de mayo de 2014

¿Avisarías a los personajes de tu sueño?

   El discípulo se reunió con su mentor espiritual para indagar algunos aspectos de la liberación y de aquellos que la alcanzan. Departieron algunas horas. Por último, el discípulo le preguntó:
¿Como es posible que un ser humano liberado puede permanecer tan sereno a pesar de las terribles tragedias que padece la humanidad ?
El mentor le explicó: tu estás durmiendo, supontelo. Sueñas que vas en un barco con otros muchos pasajeros. De repente, el barco encalla y empieza a hundirse. Angustiado, te despiertas. Y la pregunta que te hago es : ¿ Acaso te duermes rápidamente de nuevo para avisar a los personajes de tu sueño ?.


Embriaguez

   Swani era un sabio abandonado a dios. Aquel día se dirigía a la ciudad.
Apareció un hombre que se tambaleaba y farfullaba agitando los brazos. La cabeza parecía ir hacia adelante mientras que el trasero deseaba volver al punto de partida. Levantó la cabeza para calcular distancias, calibrar los eventuales obstáculos, considerar una estrategia.
Fue cuando distinguió a Swami . Sobre su rostro se dibujó una sonrisa radiante y precipitó hacia él, súbitamente capaz de avanzar en linea recta.
Tú, tú me gustas-dijo-. Ven y bebe conmigo.
Swami, impasible, contestó dulcemente: ¿no ves que ya estoy ebrio?

El grano de mostaza

   Una mujer, deshecha en lágrimas, se acercó hasta el Buda y, con voz angustiada y entrecortada, le explicó:

Señor, una serpiente venenosa ha mordido a mi hijo y va a morir. Dicen los médicos que nada puede hacerse ya.
Buena mujer, ve a ese pueblo cercano y toma un grano de mostaza negra de aquella casa en la que no se ha muerto nadie. Si me lo traes, curaré a tu hijo.

La mujer fue de casa en casa, inquiriendo si había habido alguna muerte y comprobó que no había ni una sola casa donde no se hubiera producido alguna. Así que no pudo pedir el grano de mostaza y llevárselo al Buda.
Al regresar dijo: Señor no he encontrado ni una sola casa en la que no hubiera habido alguna muerte.
Y con infinita  ternura, el Buda dijo:
¿te das cuenta mujer? Es inevitable. Anda, ve junto a tu hijo y cuando muera, entierra su cadáver.

Shivo`ham, Shivo´ham

   Satyananda es monje de Rishkish a orillas del Gangas. Cada tarde, a la hora de la plegaria, baja al río sagrado y cumple el consabido rito. Siembra flores sobre las ondas, confía a la corriente una barquilla de hojas donde quema aceite. Luego se acomoda, con su rosario de 108 cuentas en la mano, y repite incansablemente:  ``Shivo´ham, Shivo´ham´´    
Hace ya varios días que Satyananda ha observado a un niño, que cada tarde, acude también a sentarse no muy lejos de él y le observa. Satyananda se siente investido del deber de transmitir: conoce un camino hacia lo absoluto. Debe, por tanto instruir a ese niño inocente que no ha podido llegar hasta ahí cerca de él por casualidad.
Satyananda se siente orgulloso de que Dios mismo le  haya designado para enseñar. Llama al niño, comparte con él la ofrenda azucarada que acaba de recibir al salir del templo. Luego le pregunta:
¿Por qué vienes aquí cada día?
Para saber.
¿Y qué deseas saber?
Cuánto tiempo es necesario para convertirse en santo.
Depende de las personas, para algunas hasta un instante , otras necesitarán varias vidas.
¿Por qué?
A cada cual su camino, su paso, su hora justa.
El niño se extraña.
Nunca te he visto en ningún camino. Te quedas ahí sentado.
Caminar no es andar de aquí para allá; sino poner en práctica ciertas técnicas.
¿Cuál es tu técnica?
Repito un mantra, una frase cuyo sentido debo asimilar.
¿Y cuál es tu mantra?
Shivo´ham: Yo soy Shivo,  yo soy dios en persona.
Repites eso todos los días durante horas?
Sí, por supuesto.
¿Y sigues sin saberlo durante tanto tiempo? Yo soy Shankar. No tengo necesidad de repetírmelo. ¡Si fueras Shivo no tendrías necesidad de decirlo sin cesar.
Satyananda tiene el tiempo justo para tragar saliva antes de que el niño pregunte:
¿Un santo puede mentir?
Desde luego que no!
¿Como podrías ser un santo si ni siquiera crees en lo que dices?

La verdad...¿es la verdad?

   El rey había entrado en un estado de honda reflexión en los últimos días. Se hacía muchas preguntas, entre otros por qué los seres humanos no eran mejores. Sin poder resolver este último interrogante, pidió que trajeran en su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano y llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime.
Señor, que deseas de mí?-preguntó el ermitaño-
He oído hablar mucho de ti, sé que apenas hablas, que no gustas de placeres ni honores, que no haces diferencia entre un trozo de oro y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.-dijo el rey-
La gente dice, señor-repuso el ermitaño-
A propósito de la gente quiero preguntarte. ¿Cómo lograr que la gente sea mejor?
puedo decirte, señor que las leyes por sí mismas no bastan, en absoluto para hacer mejor a la gente.
El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior y la clara comprensión. Esa verdad superior tiene, desde luego, muy poco que ver con la verdad ordenaria.-contestó el ermitaño-
El rey se quedó dubitativo para luego replicar:
De lo que no hay duda, es de que yo, al menos, puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.
El eremita sonrió y guardó un noble silencio.
El rey decidió establecer un patíbulo en el puente que servía de acceso a la ciudad. Un escuadrón revisaba a todo aquel que entraba en la ciudad. Se hizo público lo siguiente: toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada. Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente será conducida al patíbulo y ahorcada.
Amanecía. El ermitaño, tras meditar toda la noche, se puso en marcha hacia la ciudad.
Avanzó hacia el puente. El capitán se interpuso en su camino y le preguntó: ¿A dónde vas?
voy camino de la horca para que podáis ahorcarme.-contestó el eremita-
no lo creo.
pues bien, capitán, si he mentido, ahorcame.
pero si te ahorcamos por haber mentido -repuso el capitán- habremos convertido en cierto lo que has dicho y, en ese caso, no te habremos ahorcado por mentir, sino por decir la verdad.
Así es -afirmó- ahora usted sabe lo que es la verdad...¡SU VERDAD!

El falso maestro


   Era un renombrado maestro; uno de esos maestros que corren tras la fama y gustan de acumular más y más discípulos.
En un descomunal carpa, reunió a ciertos discípulos y seguidores. Se erguió sobre sí mismo, impostó la voz y dijo:
Amados míos, escuchad la voz del que sabe.
Se hizo un gran silencio.
Nunca debéis de relacionaros con la mujer de otro; tampoco debéis jamás vivir alcohol, ni alimentaros con carne.
Uno de los asistentes se atrevió a preguntar: el otro día, no eras tú el que estabas abrazado a la esposa de Jai?
Sí, era yo.
¿No te vi yo el otro día bebiendo en la taberna?- preguntó otro asistente-
Sí, era yo.
¿No eras tú el que comprabas carne en el mercado?- preguntó otro-
Así es, era yo.
En ese momento todos los asistentes se sintieron indignados y comenzaron a protestar.
Entonces por qué nos pides a nosotros que no hagamos lo que tú haces?
Porque yo enseño, no practico.-contestó el falso maestro.



La esencia de la sabiduría

   Un viejo rey había muerto demasiado pronto. Su joven hijo aún no había alcanzado la madurez. Subió al trono, preocupado por estar tan poco formado para el cargo que le correspondía. Tenía esa penosa sensación de que la corona se le caía de la cabeza, de que era demasiado grande y demasiado pesada. Se atrevió a decirlo. Los consejeros se tranquilizaron; pensaron: "Su conciencia de no saber, de no estar listo, le predispone a ser un buen rey, capaz de aceptar consejos, de escuchar sugerencias sin precipitarse a la hora de tomar una decisión, de reconocer un error y de aceptar corregirlo. Alegrémonos por el reino". Él, deseoso de instruirse, hizo llamar a todos los sabios del reino: eruditos, monjes y sabios probados. De entre ellos eligió a algunos como consejeros y pidió a los demás que recorrieran el mundo entero para ir a buscar y traer toda la ciencia conocida en su época, con el fin de extraer de ella el conocimiento, incluso la sabiduría.
Algunos partieron tan lejos la tierra podía llevarles, otros tomaron vías marítimas hasta los confines del horizonte. Resgresaron dieciséis años más tarde, cargados de rollos, libros, sellos y símbolos. El palacio era vasto. No pudo, sin embargo, alberga tan prodigiosa abundancia de ciencia. Sólo el que regresaba de China había traído consigo, sobre innumerables dromedarios, los veintitrés mil volúmenes de la enciclopedia Can-Xi, así como las obras de Lao Tsi, Confusio, Mencio y otros muchos tanto renombrados como desconocidos!
Él recorrió a caballo la ciudad del saber que había tenido que mandar construir para recibir tal abundancia. Se sintió satisfecho de sus mensajeros, pero comprendió que una sola vida no bastaría para leerlo todo, para comprenderlo todo. Solicitó entonces a los letrados que leyeran los libros en su lugar, que extrajeran de ellos la médula esencial y que redactaran, para cada ciencia, una obra comprensible. Pasaron ocho años antes de que los letrados pudieran entregar al rey una biblioteca constituida. Ya no era tan joven, veía la vejez llegar dando zancadas, y comprendió que no tendría tiempo en esta vida para leer y asimilar todo eso. Pedió entonces a los letrados que habían estudiado esos textos que no escribieran más que un único artículo por ciencia, yendo directamente a lo esencial.
Pasaron ocho años antes de que todos los artículos estuvieran listos, ya que buen número de los eruditos que habían partido hacia los confines del mundo recogiendo todo este saber estaban ya muertos, y los jóvenes  letrados que proseguían la obra en curso debían leer previamente todo el material antes de escribir un artículo.
Finalmente, se le entregó un libro en varios volúmenes al anciano rey, postrado en su cama, enfermo. Rogó que cada cual resumiera su artículo en una frase.
Resumir una ciencia en pocas palabras no es cosa fácil. Se necesitan ocho años más. Se concibió un único libro que contenía una frase sobre cada una de las ciencias y las sabidurías estudiadas. Al viejo consejero que le traía el libro, el rey moribundo le pidió en un murmullo:
Dime una única frase que resuma todo este saber, toda esta sabiduría. ¡Una sola frase antes de mi muerte!
Majestad-dijo el consejero-, toda la sabiduría del mundo cabe en dos palabras: "Vivir el instante".

El recluso

   Un recluso iba a ser trasladado de una presión a otra y para ello debía atravesar toda la ciudad. Le colocaron sobre la cabeza un cuenco lleno de aceite hasta el borde y le dijeron:
un verdugo, con una afilada espada, caminará detrás de ti. En el mismo momento en que derrames una sola gota de aceite, te rebanará la cabeza.
Comenzó a caminar con mucho cuidado, en tanto el verdugo iba detrás de él. Había llegado a pleno centro de la ciudad, cuando, de súbito, también llegaron al mismo tiempo unas hermosas bailarinas. La pregunta es ¿ logró el recluso no ladear la cabeza para mirar a las bailarinas y así mantenerla a salvo, o, por el contrario, negligentemente, miró a las bailarinas y la perdió ?

Todo pasa

   Hubo una vez un rey que llamó a los sabios de la corte para darles un encargo:
Me estoy fabricando un precioso anillo de oro con un gran diamante. Abajo del diamante, quiero guardar algún mensaje que me ayudará a mí y a todo hombre en los momentos difíciles de la vida. Obviamente, tiene que ser un mensaje pequeño para que quepa en el anillo.
Todos esos sabios eran grandes eruditos. Podrían haber escrito grandes tratados sobre cualquier tema. Así que, pusieron sus mentes a trabajar.
Durante un año, pensaban y debatían. Buscaban en todos sus libros. Consultaron a otros sabios en países lejanos. Pero no podían encontrar nada. Y tuvieron que reportar su falla al rey.
Cuando reportaban esto, estaba presente un anciano sirviente de la familia real, conocido por su devoción al misticismo. Éste intervino diciendo:
Oh, Majestad, no tengo estudios, no soy un erudito, ni un académico. Pero creo tener lo que le servirá. Y el anciano místico escribió algo en un diminuto papel, lo dobló y se lo dió al rey, diciendo:
Pero no lo leas ahora. Mantenlo escondido en el anillo. Abrelo sólo cuando todo lo demás haya fracasado, cuando no encuentres salida a la situación.
Ese momento no tardó en llegar. El país fue invadido y el rey perdió el reino. Estaba huyendo en su caballo para salvar la vida y sus enemigos lo perseguían. Eran pocos sus seguidores y los perseguidores eran numerosos. Se sentía desesperado y al punto de rendirse.
De repente, se acordó del anillo. Sacó el papel y allí encontró su pequeño mensaje, lo que decía simplemente:
"ESTO TAMBIÉN PASARÁ"
Aquellas palabras le resultaron milagrosas. Le inspiraron nueva fe y coraje. Redobló sus esfuerzos y escapó. Al fin de un año, logró reunir a sus ejércitos y reconquistó el reino.
Y el día que entraba de nuevo victorioso en la capital, hubo una gran celebración en el palacio con música, bailes, comida, etc. El Rey presidía las festividades desde su trono, sintiéndose muy orgulloso de sí mismo.
El anciano místico se acercó y le dijo:
Este momento también es adecuado: vuelve a mirar el mensaje.
¿Qué quieres decir? -preguntó el rey-. Ahora estoy victorioso; la gente celebra mi regreso; no estoy desesperado; no me encuentro en una situación sin salida.
El anciano respondió: - Ese mensaje no es sólo para situaciones desesperadas; también es para situaciones placenteras. No es sólo para cuando estás derrotado; también es para cuando te sientes victorioso.
El rey abrió el anillo y leyó el mensaje: "ESTO TAMBIÉN PASARA".
El anciano le dijo: TODO PASA. Ninguna cosa y ninguna emoción son permanentes. Todo viene y va como el día y la noche. Habrá momentos de alegría y momentos de tristeza. Aceptalos como parte de la dualidad de la vida; es la naturaleza misma de la existencia.

Espejos

   Un hombre muy pagado de sí mismo mandó cubrir con espejos todas las paredes y el techo de su habitación más bella. Se encerraba a menudo en ella, contemplaba su imagen, se admiraba en detalle, por arriba, por abajo, por delante, por detrás. Se sentía de ese modo entonado, listo para enfrentarse al mundo.
Una mañana abandonó la estancia sin cerrar la puerta. Entró en ella su perro. Al ver otros perros, los olfateó; como le olfateaban, gruño; como gruñían, los amenazó; como le amenazaban, les ladró y se abalanzó sobre ellos. Fue un combate espantoso: ¡Las batallas contra uno mismo son siempre las más feroces! El perro murió extenuado.

Un asceta pasaba por ahí mientras el amo del perro, desconsolado, mandaba tapiar la puerta de la sala de los espejos.
Este lugar puede enseñarte mucho-le dijo-. Déjalo abierto.
¿Qué quieres decir?
El mundo es tan neutro como tus espejos. Según nos mostremos maravillados o ansiosos, nos refleja lo que le damos. si eres feliz, el mundo lo es. Si estás atormentado, también lo estará el mundo. En él combatimos sin tregua nuestros reflejos y morimos en el enfrentamiento. Que esos espejos te ayuden a comprender esto: en cada ser y en cada instante, feliz, fácil o difícil, no vemos a la gente ni el mundo, sino sólo nuestra imagen. observa esto, y todo temor, todo rechazo, todo combate te abandonarán.

Insultos

   El Buda enseñaba por dondequiera que pasaba. Un día que hablaba en la plaza de un pueblo, un hombre se acercó a escucharle entre la multitud. El oyente empezó pronto a hervir de envidia y de rabia. La santidad del Buda le exasperaba. Cuando ya no pudo controlarse, le insultó a gritos. El Buda permaneció impasible. El hombre, lívido de cólera, abandonó la plaza.
A medida que avanzaba a grandes zancadas bordeando los arrozales, su cólera se iba apaciguando. El templo de su ciudad crecía ya por encima de los arrozales. Surgió en él la conciencia de que su cólera había nacido de la envidia y de que había insultado a un sabio. Se sintió tan incómodo que dio media vuelta, decidido a presentarle al Buda sus excusas.
Cuando llegó a la plaza donde proseguía la enseñanza, la multitud se apartó para dejar pasar al hombre que había insultado al Maestro. La gente le miraba incrédula ante su regreso. Se cruzaban miradas, se daban codazos para atraer la atención de los vecinos. Un murmullo seguía sus pasos, y cuando estuvo lo bastante cerca, se prosternó, suplicando al Buda que perdonara la violencia de sus palabras y la indecencia de su pensamiento. El Buda, lleno de compasión, acudió a levantarle:
Nada tengo que perdonarte, no he recibido ni violencia ni indecencia.
Sin embargo, he proferido graves insultos y groserías.
¿Qué haces si alguien te tiende un objeto cuyo uso desconoces o que no deseas tomar?
No extiendo la mano, no lo cojo, por supuesto.
¿Qué hace quien lo da?
A fe mía, ¿qué puede hacer? Se queda con su objeto.
Ésa es sin duda la razón por la que pareces sufrir los insultos y las groserías que has proferido. En lo que a mí se refiere, tranquilízate, no me has apesadumbrado. No había nadie para tomar esa violencia que ofrecías.

miércoles, 14 de mayo de 2014

El rey y el bien

   Erase una vez un rey que, oyendo de la existencia de un sabio, lo mandó traer para que fuera su consejero. Comenzó el rey de llevarlo siempre a su lado y consultarlo sobre cada acontecimiento de importancia en el reino. El consejo principal del sabio era siempre: "Todo lo que pasa es siempre para bien". No pasó mucho tiempo antes que el rey se cansara de oír la misma cosa una y otra vez.
El rey amaba cazar. Un día mientras cazaba, el rey se dio un tiro en un pie. Presa de su dolor, se volvió hacia su consejero - siempre a su lado-- para pedirle su opinión. Y el consejero respondió como siempre "Todo lo que pasa es siempre para bien." Se sumo su coraje a su dolor, y el rey ordenó la prisión para el consejero.
Esa noche, el rey bajó a la prisión para ver al consejero, y le preguntó que sentía acerca de estar en la cárcel. El consejero respondió como siempre: "Todo lo que pasa es siempre para bien." Esto sólo enfureció más al rey y dejó al sabio en la prisión.
Un mes más tarde, salió el rey otra vez a cazar. Pero se fue demasiado adelante de sus acompañantes y fue capturado por una tribu hostil. Los nativos lo llevaron a su pueblo para ser sacrificado para los dioses.
Por sus tradiciones, solamente ofrendas perfectas son aceptables a los dioses y el rey parecía un espécimen excepcional. Pero el próximo día, cuando llegaron los nativos para llevarlo al sacrificio, al inspeccionarlo descubrieron la cicatriz en su pie y tuvieron que rechazarlo para el sacrificio. Lo soltaron y se fue como flecha para su reino - dándose cuenta de lo que le decía su consejero: "Todo es siempre para bien."
El rey llegó a liberar al consejero quien, al escuchar sus aventuras, le señaló que bien que lo había encarcelado porque ya que siempre estaba a su lado y no tenia imperfecciones, lo hubieran sacrificado en el lugar del rey.

Las aves del rey

   El rey recibió como obsequio dos crías de halcón y las entregó al maestro de cetrería para que las entrenara. Pasados unos meses, el instructor comunicó al rey de que uno de ellos estaba perfectamente educado, pero que el  otro no sabía lo que le sucedía: no se había movido de la rama desde su llegada a palacio, a tal punto que había que llevarle el alimento hasta allí. El rey mandó llamar a curanderos y sanadores de todo tipo, pero nadie pudo hacer volar al ave. Encargó la misión a miembros de la corte, pero nada sucedió. Por la ventana de sus habitaciones, el monarca podía ver que el ave continuaba inmóvil. Publicó por fin entre sus súbditos y, a la mañana siguiente vio al halcón volando en los jardines.
Traedme el autor de ese milagro.
Enseguida le presentaron a un campesino.
¿Tú hiciste volar al halcón?, ¿cómo lo hiciste?, ¿eres mago acaso?
Entre feliz y intimidado, el hombrecito sólo le explicó:
No fue difícil su Alteza, sólo corté la rama sobre la que se posaba. El pájaro se dio cuenta que  tenía  alas y, simplemente voló.

Juicio

   Purnima, la prostituta, soñó esa noche que un brahmán la había visitado y la había honrado. Al despertar, llamó a su sirvienta, le describió al hombre y la envió a pedirle lo que le debía, ya que no había recibido salario alguno por sus servicios.
La sirvienta buscó por toda la ciudad, repitiendo a quien quería escucharla que ese bribón de brahmán había retozado con la prostituta sin pagar por sus servicios. El asunto levantó mucho revuelo. Cada cual lo adornaba con detalles picantes para subrayar la doblez del hombre. Hasta el final del día no se reconoció formalmente al infortunado brahmán. Por desgracia pasaba por la calle principal, se dirigía tranquilamente al templo para realizar los ritos de la tarde. La sirvienta lo vio y se precipitó hacia él, exigiéndole a voz en grito el pago de los honorarios que le debía a su señora. La multitud se iba reuniendo alrededor de ambos. El hombre se vio dolorosamente sorprendido. Explicó que la pasada noche había dormido junto a su esposa, como cada noche desde su boda y que, por tanto, lo confundían con otro. Pero, desde el momento en que cada cual había explicado su delito a todo oído consentidor, había quedado ya juzgado sin rectificación posible. Era forzosamente culpable, estaba condenado a pagar la deuda y los gastos. La multitud creció, insistí, se volvió amenazante. el desgraciado inocente era pobre. Explicó, defendió su causa, tartamudeó, pronto se alarmó. Empezó a implorar a Dios:
Señor, tú que salvaste a Draupadi de la vergüenza cuando los Kaurava querían arrancarle su sari, Tú que levantaste la colina de Govardharna para salvar a los aldeanos de la inundación, acude en mi ayuda, demuestra que soy inocente, salvame de la cólera de estas gentes, pues aun cuando estuviera dispuesto a pagar para salvarme de este peligro sabes que no tengo un céntimo.
En ese momento pasó el rey a caballo junto con su séquito y se detuvo para preguntar a qué se debía tal alboroto en la vía pública. Cada cual contó su historia, y el asunto se hizo cada vez menos comprensible. El rey, entonces, decidió arreglar el conflicto escuchando personalmente, en un lugar tranquilo, a la prostituta y al brahmán. fueron convocados al palacio sin dilación. En el gran salón del trono, el uno y la otra, conducidos entre guardias, esperaban a poder explicarse. El rey se instaló confortablemente y le preguntó al brahmán, al que interrogó primero por respeto a su casta, qué tenía que declarar.
Majestad, esta mujer me acusa de haber recurrido la pasada noche a sus servicios y no haberle pagado. Es falso, pues yo dormía junto a mi esposa.
¿Podría ella dar fe de lo que dices?
Sí, majestad. Deseo añadir que mi esposa es joven y bella, que pertenecemos a la misma casta, que honrarla no me expone a ninguna impureza, mientras que esta prostituta es de casta baja y que ya no es ni muy joven ni muy bella. Estos motivos me parecen suficientes para demostrar que digo la verdad.
El rey deseaba creer al brahmán, pero había visto y oído tantas situaciones humanas extrañas desde que era soberano e impartía justicia que los argumentos aducidos y el testimonio de una esposa no le parecían necesariamente convincentes del todo.
Le dio la palabra a la prostituta:
¿Y usted, señora, qué tiene que declarar?
Majestad, ya no soy muy joven, y mi casta es ciertamente baja. ¿Significa esto que se pueda hacer uso de mi persona sin desembolsar? La pasada noche, este hombre me ha visitado en un sueño. ¡Nunca me atreveré a contaros lo que ha exigido de mí, Majestad, y esto ha durado desde medianoche hasta el alba! Insisto en recibir el justo precio de mis servicios.
El rey permaneció por un momento tranquilo y silencioso. Finalmente declaró:
Mujer, va usted a recibir el justo pago de esta deuda.
El brahmán creyó atragantarse al oír dictar semejante sentencia, pero no osó protestar. Permaneció inmóvil, súbitamente persuadido de que pagaba con intereses una falta, por él olvidada, pero terrible, cometida en una vida anterior.
El rey no hizo más que un signo, y un esclavo trajo un amplio espejo. El rey señaló el suelo, el espejo quedó depositado allí, en medio del salón del trono. El soberano invitó al brahmán a colgar de una cuerda su bolsa con lo que contenía. La cuerda se colgó el anillo que en tiempo de calor sujetaba en el techo del salón el abanico de hojas palma. Entonces el rey intimó a la prostituta:
Le ruego que coja la bolsa en el espejo.
Pero no puedo coger la bolsa en el espejo, deseo dinero contante y sonante, palpable!
Cógela o vete-dijo el rey-¡El justo precio de un sueño es una bolsa en un espejo!

¿Cuál es tu valor?

   El joven se acercó al maestro en busca de un poco de sosiego:
Maestro, -le dijo al viejo- me siento inseguro, nada me resulta como yo quiero. Todos me dicen que soy un tonto y que no sirvo para nada. Sólo me critican, sin valorar lo que hago. ¿Me podrías ayudar?
Ahora no me es posible muchacho -respondió el anciano-. Tengo mis propios problemas. Más bien ayúdame tú a mí a vender este anillo.
El muchacho recibió la sortija de mala gana pensando que una vez más sus necesidades pasarían a un segundo plano.
Escucha, -dijo de nuevo el anciano- ve al mercado y ofrécelo,
pero de ninguna manera lo vendas por menos de una moneda de oro.
El joven ofreció el anillo a muchas personas.
La mayoría lo desdeñaba con desprecio, unos pocos se reían y
escasamente alguno llegaba a mostrar interés.
Alguien le propuso venderlo por dos monedas de plata y un candelabro de bronce, lo cual representaba menos de la mitad de lo que el maestro quería.
El muchacho llegó a la conclusión que el viejo estaba loco, y que esa gran suma que pedía únicamente podría ser el resultado de un alto valor emocional.
Dejando de lado esos razonamientos, el joven persistió haciendo lo mejor para ayudar al anciano, no obstante la tarea le parecía cada vez más difícil.
Desanimado, decidió regresar y contarle al viejo lo acontecido:
Hice lo posible, pero aun los que parecían ser los más expertos no ofrecían una cantidad ni siquiera cercana a la que tú pides -contó el joven-.
Tal vez tienes razón. Quizás no conozco su verdadero valor -replicó el maestro-. ¿Por qué no lo llevas donde el joyero y se lo muestras? No lo vendas por ninguna cantidad, sólo cuéntame lo que opina.
Renegando por la terquedad del anciano, el joven llevó el anillo al joyero.
Después de observarla detenidamente un rato, éste le dijo:
Ésta es una verdadera joya. Dile al maestro que le doy 58 monedas de oro, en realidad puede costar hasta setenta, pero, si tiene prisa, ésa es mi oferta.
Cuando el muchacho, entusiasmado, le contó al viejo, éste tranquilamente respondió:
Tú eres como una joya valiosa: Si te sientes mal no es porque los demás no te valoren, sino porque tú mismo no te valoras lo suficiente.

martes, 13 de mayo de 2014

Conocerse a uno mismo

   Un niño de la India fue enviado a estudiar a un colegio de otro país. Pasaron algunas semanas, y un día el jovencito se enteró de que había otro indio en el colegio y se sintió feliz. indagó sobre ese niño y supo que era del mismo pueblo que él y experimentó un gran contento. Más adelante le llegaron noticias de que era de su misma edad y tuvo una enorme satisfacción. pasaron unas semanas y comprobó que era como él y tenía su mismo nombre. Entonces, a decir verdad, su felicidad fue inconmensurable.



¿Dónde está el décimo hombre?

 

Eran diez amigos. Todos ellos eran muy ignorantes. Decidieron ponerse de acuerdo para hacer una excursión. Cogieron una barcaza y cruzaron un río, ya en tierra, se contaron y discubrieron que eran nueve. ¿pero donde estaba el décimo de ellos?. Empezaron a buscar al décimo hombre por todas partes y no lo encontraron. Comenzaron a lamentar su pérdida. Se había ahogado?. Trataron de serenarse y volvieron a contarse. Solo contaban nueve. Comenzaron a gimotear y a quejarse. Pasó por allí un vagabundo y descubrió enseguida qué es lo que estaba pasando. Resultaba que cada hombre olvidaba contarse a sí mismo. Le fue propinando a cada uno una bofetada y les instó a que se contaran de nuevo. Fue en ese momento cuando contaron diez y se sentieron satisfechos y contentos.



Dos hermanos

   Erase una vez dos hermanos gemelos criados en el mismo hogar, por el mismo padre.
Compartían la dura experiencia de crecer bajo la tirana, las injurias y los golpes de un padre alcohólico, autoritario e irresponsable. Frecuentemente el padre tenía problemas con la policía.
Uno de los hermanos dejó la escuela y se convirtió en alcohólico. Se casó y actuaba como su padre con su familia, maltratándola. Apenas trabajaba y en repetidas ocasiones tenía problemas con la policía.
Una vez, le preguntaron por qué actuaba de esa manera.
 contestó:
Con un padre y una infancia como la que tuve, como hubiera podido ser distinto?
El otro hermano, a pesar de la misma crianza difícil, nunca dejó de estudiar. Se casó y era un esposo atento y un buen padre. Se volvió un empresario exitoso que aportaba mucho a su comunidad.
Un día, le preguntaron a qué atribuía el éxito que haba tenido en su vida.
l respondió:
Con un padre y una infancia así, como hubiera podido ser distinto?



Concentración

   No consigo concentrarme. Durante la meditación es peor todavía. Tras haber tomado un baño como es debido, haberme puesto prendas limpias, haber ofrendado flores y prendido el incienso, basta que me siente tranquilamente ¡y ése es justo el momento que elige mi espíritu para saltar en todas las direcciones!
El maestro escuchó al discípulo quejarse una vez más de las dificultades que experimentaba. Luego, con los ojos entreabiertos, preguntó:
¿Hacía dónde salta tu espíritu?
_Swamji, pienso en mi vaca, en su sencillez, en lo que hemos vivido juntos, en los prados y en los bosques donde hemos buscado hierba tierna y agua pura que dan a su leche ese reflejo de miel.
¡Bien! De ahora en adelante te concentrarás únicamente en tu vaca.
¿En...mi vaca?
Eso he dicho.
Oigo y obedezco, Swamji. Me concentraré en mi vaca.

El discípulo volvió a casa, tomó un baño, se vistió con ropas blancas que olean a hierba y a viento, y ofreció un rosario de flores y un recipiente de mantequilla a Krishna.
Entonces prendió en incienso y ató el cabestro de su vaca a una estaca, en medio del campo, allí donde la hierba era carnosa y sabrosa. Entonces se instaló a tres pasos de ella, para no verla más que a ella, para no pensar más que en ella. Ella le miró, sorprendida: él estaba tan inmóvil como una piedra. Ella tiró de la cuerda para aproximarse á él, esperando una caricia en el hocico. Al no haber movimiento por parte de él , ella, resignada, empezó a pacer la hierba que tenía a su alcance. Él permanecía tan tranquilo que ella se olvidó de su presencia. Cuando hubo pacido hasta saciarse, miró fijamente el horizonte, con el ojo desdenfocado, rumiando pausadamente su alimento solitario. Algunas moscas que zumbaban alrededor de su grupa rehuyentó de un coletazo, abofeteando de paso al vaquero.
Con el golpe, éste salió de su sueño. Fue a instalarse a cinco pasos de la vaca para no verla más que a ella, no pensar más que en ella, y estar a salvo de otros golpes inoportunos. Se quedó allí tres horas sin moverse, mientras el sol cocía a fuego vivo su cráneo rapado, que se tornó rosa y después, rojo. Su cerebro, finalmente, entró en ebullición. Se desplomó como un árbol muerto en medio del campo. Deliró durante una semana, luego regresó junto a su maestro.
Swamiji, no puedo contemplar a mi vaca en su prado durante varias horas, el sol me lo impide.
No es necesario que la contemples fuera, qué date sentado en tu choza sobre tu cojín de meditación.
¡Ah, bueno, gracias, Swamiji!

El discípulo regresó a su casa, hizo sus abluciones, se vistió con prendas limpias, ofrendó flores y incienso a Krishna. Luego se fue en busca de su vaca, que jugueteaba en el jardín vecino. La hizo entrar en la choza y se instaló sobre su cojín de hierbas Kusha para no verla más que a ella, no pensar más que en ella. La vaca miró a su alrededor muy sorprendida, pasó varias veces por encima del vaquero tratando de encontrar un sitio agradable, luego se puso a devorar la única hierba del lugar, la del cojín de hierbas kusha. El vaquero se echó a reír. La hierba le hacía cosquillas. Como ya sólo mantenía el equilibrio sobre una nalga, no tardó en caer patas arriba. Esa misma tarde volvió a consultar a su maestro.
¿No puedes pensar en tu vaca sin su presencia física?
¡Desde luego, Swamiji, puedo hacerlo!
Déjala entonces pacer en su campo y concentra tu mente en la imagen que tienes de ella.
Ah, bueno, Swamiji; gracias, Swamiji.

El discípulo regresó a su casa, soltó a la vaca en el campo y se instaló sobre un cojín nuevo para concentrarse en su vaca. Pasaron varios días, nadie lo vio salir de su casa. Sus vecinos se inquietaron. El maestro, advertido de que el discípulo tal vez estuviera enfermo o muerto, acudió de inmediato.
Llamó tres veces a la puerta. No obtuvo respuesta. Quiso empujarla. Estaba cerrada con cerrojo. Llamó a su discípulo, y éste, al oír su voz, salió de su larga contemplación.
¡Sí, Maestro!
¿Qué haces? ?Estás enfermo?
Maestro, perseguía a mi vaca que se había escapado a la jungla. ¿Debo dejarla marchar?
No, no, recupérala. Está bien, sigue.
Pasaron varios días más sin que el vaquero saliera de su casa. Sus vecinos temieron por él: ¡no había comido ni bebido desde hacía tanto tiempo! Algo ocurría
El maestro regresó con ellos, golpeó a la puerta, llamó a su discípulo.
¿Qué haces ahora?
Maestro, he recuperado a mi vaca, pero se ha herido en las zarzas. La estoy curando. ¿Debo abandonarla?
No, no, cúrala. Está bien, continúa.
Prudente, el maestro no esperó a que los vecinos se inquietaran aún más: regresó a la mañana siguiente y rascó la puerta con la yema del dedo.
¿Me oyes? ¿Qué haces ahora?-dijo el maestro.
El batiente se abrió de par en par, se oyó un gran trajín en el interior.
¡Swamji, mis cuernos son demasiado anchos para cruzar esta puerta!
¿Tus cuernos?
¡Musí, mis cuernos!
El maestro entró, le rascó cariñosamente el hocico y le dijo:
Todo está bien. ¡Ahora concentra tu espíritu en Dios de la misma manera!

Está bien

   Cuando la madre de Chandra tuvo que anunciar a su esposo que su hija estaba embarazada y que se empecinaba en no decir quién era el padre de la criatura, todo el pueblo se enteró de ello. Gritos y gemidos, ruidos de golpes y súplicas invadieron el aire tranquilo y las ventanas abiertas. Se oyeron palabras reducidas a sollozos, preguntas furibundas, respuestas inaudibles, luego un gran silencio roto por una exclamación:
¡No! ¡Qué infamia!
Después de eso, el padre furioso, delante, la hija confusa, en medio, y, detrás, la madre avergonzada escondida tras el faldón de su sari salieron de la casa deshonrada. Se encaminaron hacia la cueva donde un asceta vivía apartado del pueblo.
En el umbral de la cueva, lleno de maleza, el padre insultó al anciano solitario que había osado romper su voto de castidad para gozar sin escrúpulos de la inocente, ahora cargada con el fruto de sus hábitos nefastos. El asceta le escuchó sin menear ni un dedo del pie de su cojín de hierbas Kusha.
¡Ay!-dijo-, debimos expulsarte del pueblo cuando la bolsa del mercader desapareció justo cuando, supuestamente, estabas ocupado en mendigar. Pero tuvimos la debilidad de creer que un asceta es incapaz de cometer una mala acción como ésa. ¡Pues además de ser un ladrón has deshonrado a esta chica y a nuestra familia! ¡Debes recibirla a tu lado! ¡Sobre todo, no cuentes conmigo para sustentar tu hogar!
Está bien-dijo el asceta.
Chandra se quedó junto al asceta, quien, sin decir palabra, la dejó instalarse al fondo de la cueva. Él  colocó su cojín de hierbas a una distancia respetuosa. La vida recobró su curso apacible. Él , sin embargo, tomó una escudilla más grande para mendigar su pitanza cotidiana. Ahora tenía otra boca que alimentar. Los aldeanos, indignados ante su osadía, le daban con las puertas en las narices. Sus colectas fueron más escasas que nunca.
El mercader rodado, advertido por los padres de Chandra de que el asceta no había desmentido su hurto, acudió sin demora a reclamarle las rupias que le habían arrebatado.
Está bien, aquí las tienes-dijo el asceta.
Le entregó todo el contenido de su pobre bolsa.
En cuando dio a  luz, Chandra desapareció, abandonando al niño junto al asceta. Él se limitó a decir:
Está bien, yo me ocuparé de ti.
Luego, tomando dos escudillas, una para su pitanza, la otra para leche, se dirigió al pueblo para mendigar como cada día. Las ancianas y las madres, preocupadas por el niño, se deslizaron furtivamente al exterior  para entregarle , a toda prisa, un poco de leche, antes de que los vecinos las vieran y se lo impidieran.
En el pueblo vecino se detuvo a un ladrón de bolsas que no era precisamente un principiante. La bolsa del mercader se encontró, por supuesto vacía, entre las halladas en su equipaje. El mercader, confuso, acudió para devolverle al asceta su dinero y disculparse.
Está bien-dijo el anciano-, conserva ese dinero, es tuyo, nunca recojo mis regalos.
El niño empezaba a sentarse cuando Chandra volvió con el padre de la criatura. El joven se había marchado a estudiar lejos  del pueblo sin saber nada de su paternidad. Cuando había visto a Chandra en el umbral del cuarto donde vivía, se había alegrado, porque la amaba. Ella le había decidido acto seguido desposarla. Primero pasó sus exámenes para que sus suegros le admitieran. Ahora acudía con ella a buscar a su hijo.
Chandra se prosternó a los pies del asceta.
Perdóname por haberme atrevido a decir que el niño era tuyo. ¡Estaba tan desesperada y tan asustada ante el furor de mi padre! Como ya tenías mala reputación en el pueblo desde la desaparición de la bolsa, me era fácil hacer creer que me habías deshonrado, que yo era inocente en cierto modo.
Está bien, lo entiendo- respondió el asceta.
Bendijo al niño, y se lo devolvió a sus padres sin otro comentario.
Los padres de Chandra, terriblemente avergonzados de haber creído a su hija y de haber insultado indebidamente a un asceta, acudieron también a prosternarse a sus pies.
Hombre santo-le suplicaron-, te rogamos que nos perdones.
Él los levantó amablemente, diciendo:
Está bien. Quedad en paz.
Los aldeanos, confusos por haber permitido que se acusara al asceta sin intentar llegar al fondo de la cuestión, acudieron a implorar su perdón, cubriéndolo con toda clase de dones. Él se limitaba a murmurar:
Está bien, gracias.
Una chiquilla que había seguido todo el asunto, acudió a preguntarle al asceta:
¿Por qué has permitido que los aldeanos te cubrieran de mentiras, y por qué respondes siempre:"está bien"?
¿Sabes? El sabio sería incapaz de alegrarse en  una conjetura agradable y de asustarse agitándose en una conjetura desagradable. Todo cuanto nos ocurre es una oportunidad para progresar, un regalo de Dios, una puerta abierta a una libertad cada vez mayor. Honra, deshonra, injusticia, equidad, adoración o rechazo, todo esto no es más que un juego de lo divino, olas sobre el agua que en nada modifican la realidad del océano. Nunca te preocupes de las apariencias, aprende quién eres en Verdad y sigue siendo Eso

El monje y el novicio

   La lluvia del monzón crepitaba sobre la carretera cavando acequias, liberando las piedras. El monje y el novicio caminaban con la espalda encorvada. Esa misma tarde les esperaban en el monasterio plantado sobre la montaña. Avanzaban sin ver más allá de tres pasos por delante de ellos. A su alrededor, el mundo había dejado de existir.  Estaban envueltos en una especie de capullo blanquecino y tibio que anulaba todo ruido, todo color, todo olor. Era fácil ver que no era más que ilusión. Se habían despojado de sus sandalias de cuero empapado que serraban sus pies arrugados por el agua. Las asperezas del camino volvían a resultar perceptibles bajo el callo reblandecido que les servía de suela. Con sus atuendos monásticos pegados al cuerpo, luchaban, como estatuas móviles, ayudándose con bastones para avanzar a contracorriente. Torrentes de lodo bajaban rodando sobre el mundo, se remolinaban en torno a ellos, cubriéndolos las pantorrillas y las rodillas. No avanzaban más que a costa de un esfuerzo considerable, en un mutismo de aliento ronco. Todas sus fuerzas se concentraban en echar un pie delante del otro. Les dolían las caderas, y los músculos de los muslos les ardían debido al esfuerzo. En ocasiones, los tenía un calambre. Entonces agarraban con ambas manos el miembro dolorido, los sacudían, le pegaban golpecitos discontinuos y lo frotaban para hacerlo entrar en calor. Cuando cesaba la crispación, inspiraban, aliviados, y reanudaban de inmediato la marcha hacia el monasterio perdido en la bruma.
Finalmente la lluvia cesó, dejando tras de sí una luminosidad inaprensible, colores avivados por el agua, un olor almizcleño a musgo y a cieno. La ruta volvió a aparecer, las montañas se manifestaron de nuevo en la estela de las nubes barridas por el viento. Se detuvieron para escurrir sus prendas y vaciar el fondo de las escudillas colgadas de su cintura. Luego emprendieron la marcha.
En un recodo del camino, una mujer empapada, que contemplaba consternada el río crecido por el monzón, les cortó el paso.
Madre-le dijeron respetuosamente, pues los monjes llaman a todas las mujeres <<madre>> para alejar el deseo potencial-, ¿por qué permaneces en medio del camino para mirar el río?
Mi casa y mi familia están al otro lado: esta mañana, casi lo he vadeado, pero esta tarde el agua está tan alta que no me atrevo a aventurarme.
El novicio la subió entonces sobre sus hombros y la cruzó. Después regresó junto al monje. Se miraron un instante para confirmarse mutuamente que ya era hora de seguir, y reemprendieron su ascensión, que duró varias horas más.
Llegaron a la vista del monasterio un poco antes del anochecer. agotados por el viaje, se sentían aliviados al ver perfilarse el gran edificio sombrío y la inmensa campana blanca del stupa. Hicieron una pausa para recobrar el aliento.
De repente, el monje se inquietó:
¿ cómo vas a explicarle eso al lama?
¿Qué debo explicarle al lama?
¡Esa mujer que has tomado sobre tus hombros!
El novicio se echó a reír:
Yo la dejé en la otra orilla. ¿Y tú ? ¿Realmente la has llevado durante todo este tiempo?

El anciano y los dos jóvenes

   Un hombre joven, cargando una pesada maleta, llega minando hasta el portal de entrada de un pueblo. Allí, sentado en una roca, hay un anciano fumando su pipa.
¿Cómo es la gente de este pueblo?-se anima a preguntarle.
¿Cómo era la gente del pueblo del que vienes?-pregunta el anciano.
Esa gente era muy desagradable: ladrones, aprovechadores, malhumorados y tristes. Cada día trataban de aprovecharse y sacar ventaja de su vecino. El chisme y el resentimiento eran moneda corriente allí. Por eso pregunto antes de entrar. ¿Cómo es aquí la gente?
Me temo-dijo el anciano- que no vas a encontrar mucha diferencia. Aquí la gente es igual a como era en el lugar de donde vienes. Lo siento.
Entonces creo que seguiré hasta el próximo pueblo-dijo el joven antes de continuar su camino-.Adiós.
Adiós-dijo el viejo mientras seguía fumando su pipa.
Pasaron unas horas y otro joven, muy parecido en su aspecto y actitud al anterior, se acercó al portal.
¿Cómo es la gente de este pueblo?-le pregunta también.
¿Cómo era la gente del pueblo del que vienes?-pregunta el anciano nuevamente.
Oh, mi gente era muy agradable. El lugar donde nací está poblado de gente maravillosa. Todos se ayudaban unos a otros. El amor y la compasión eran moneda corriente allí y uno siempre se encontraba en la calle o en el bar con alguien a quien contarle un problema o con quien compartir una alegría. Me dolió tener que irme. ¿Cómo es la gente de aquí?
¿Aquí?-dijo el anciano- Aquí no vas a encontrar mucha diferencia. En este pueblo la gente es igual a como era en el lugar de donde vienes. Bienvenido.
Y el joven entró en el pueblo.

El anciano y el buscador

Un hombre estaba muy interesado en conocerse a sí mismo, en iluminarse. Toda su vida había buscado un maestro que le enseñara la verdad de la vida. Había ido de maestro en maestro, pero no sucedía nada.
Pasaron los años. El hombre estaba ya cansado, exhausto. Entonces alguien le dijo:
si de verdad quieres encontrar a tu maestro, tendrás que ir al Nepal. Vive allí un hombre que tiene fama de ser muy sabio. Nadie sabe exactamente dónde, es una incógnita; tendrás que buscarlo por ti mismo. Una cosa es cierta: no será fácil. Dicen quienes lo buscaron que cuando alguien llega a dar con su paradero, él se adentra todavía más en las montañas.
El hombre se estaba volviendo viejo, pero hizo acopio de valor. Durante dos años tuvo que viajar en camellos, en caballos, y después caminar hasta llegar al sitio, al pie de la montaña donde empezar a buscar.
La gente decía:
Sí; conocemos al anciano, es tan viejo...uno no puede saber qué edad tiene; quizá trescientos años, acaso quinientos...nadie lo sabe. Vive por aquí, sí, pero el sitio exacto no lo sabemos...Nadie lo sabe con precisión, pero se sabe que anda por aquí. Si buscas con empeñó lo encontrarás.
El hombre buscó, buscó y buscó. Dos años más estuvo vagando por el Nepal, cansado, absolutamente extenuado, viviendo de frutos salvajes, hojas y hierbas. Había perdido mucho peso; pero estaba decidido a encontrar a ese hombre. Merecía la pena, aunque le costara la vida.
Un día, alguien le dijo al buscador que el viejo vivía en la cabaña que estaba arriba del monte. Con sus últimas fuerzas trepó hasta la pequeña caseta de paja. Casi arrastrándose se acercó y empujó la endiable puerta. Entonces vio, tirado en el piso, el cuerpo inmóvil de un anciano.
Se acercó y se dio cuenta de que era el maestro...
Sí, había llegado tarde. El viejo estaba muerto.
El hombre cayó al suelo, abrumado por el cansancio, el dolor y la decepción.
Durante dos días y sus noches lloró sin moverse de su lado. Al tercer día se levantó y salió a beber un poco de agua.
Se encontró allí, bajo el sol, respirando la fresca brisa de las montañas. Y por primera vez en mucho tiempo se sintió aliviado, sereno, sin urgencias, feliz...¡Nunca había sentido tal dicha!
De repente se sintió lleno de luz.
De repente, todos los pensamientos desaparecieron, sin razón alguna, porque no había hecho nada.
Y en entonces se dio cuenta de que alguien se encontraba a sus espaldas...
Giró lo vio. Allí estaba el anciano, el maestro, el iluminado. Lo miraba sonriendo.
Al cabo de un rato le dijo:
Así que finalmente has llegado. ¿Tienes algo que preguntarme?
Y el hombre, que finalmente lo había buscado, contestó:
No.
Y ambos rieron a grandes carcajadas que resonaron en el eco de los valles.

lunes, 12 de mayo de 2014

La disputa

   En el bosque habitaban el rey de los cuervos y el rey de los búhos, ambos con su legión respectiva de cuervos y búhos. Siempre habían compartido la paz del bosque. Cierto día el rey de los cuervos y el rey de los búhos se encontraron y comenzaron a intercambiar impresiones:
¿Por qué tú y tu legión trabajais de noche?-preguntó el rey de los cuervos-.
El búho sorprendido, replicó:
Sois vosotros los que trabajais de noche. Nosotros trabajamos de día, así que no mientas.
Y los dos se enzarzaron en una discusión, ambos convencidos de que trabajan de día. hasta tal punto la discusión comenzó a adquirir un carácter de violencia. que la legión de los búhos y la de los cuervos iban a entrar en combate. pero cuando la situación estaba llegando a su punto crítico, apareció por allí un apacible cisne que, al enterarse de la disputa, dijo: calmaos todos. Y dirigiéndose a los reyes dijo:
No debéis en absoluto pelear, porque los dos tenéis razón. Desde vuestra perspectiva los dos trabajais de día.

No se hace el mismo camino dos veces

   El rey Redji tenía una hija de una rara belleza, llamada Arondo. Redji decía:
Poco me importa que un hombre venga a ofrecerme esclavos, riquezas o marfil para casarse con mi hija; no la tendrá. Quiero por yerno a un hombre que se comprometa a enfermar si mi hija se pone enferma y a morir si ella muere.
como eran conocidas las condiciones del padre, nadie pedía a la hija en matrimonio. Un día , sin embargo, llega un hombre llamado Akenda-Mbani(el que no va dos veces al mismo sitio). Dice a Redji:
Quiero casarme con tu hija; consiento en morir si Arondo muere.
Así fue como Akenda-Mbani se casó con Arondo. Akenda era un gran cazador. Apenas casado, se fue a cazar y mató dos cerdos salvajes. A su regreso dijo:
he matado dos cerdos y te traigo uno.
Redji le respondió:
Ve a buscar también el otro.
A lo cual Akenda-Mbani replicó:
Mi padre me transmitió junto con su nombre la prohibición de ir dos veces al mismo lugar.
Otro día volvió a ir de caza y mató dos antílopes. A su regreso dijo a Redji:
Padre, he matado dos antílopes y te traigo uno.
El rey le dijo:
Te lo ruego, yerno, ve a buscar el otro.
Sabes bien-respondió el yerno- que no puedo ir dos veces al mismo lugar.
En otra ocasión volvió a ir a cazar y mató dos bongos (especie de antílopes), pero tampoco trajo más que uno. Misma petición, misma respuesta. Entonces Redji, viendo tanta caza abatida para nada, dijo al otro:
Te lo ruego, yerno, indica a alguien el lugar donde ha caído el otro bongo.
Akenda-Mbani respondió:
Si lo hiciera, tendría miedo de morir.
La noche del mismo día, llegó una canosa de los Orungus con artículos de comercio y se detuvo a la orilla del río. Akenda-Mbani dijo a su mujer Arondo:
Vamos a ver a los Orungus.
Fueron a verlos y volvieron a su casa con un cofre lleno de mercancías. Los Orungus, mientras tanto, comerciaron con los habitantes del pueblo; después, en el momento de partir, fueron a casa de Akenda-Mbani, que les confió diez esclavos, les regaló dos perros y diversas cantidades de plátanos, esteras, gallinas, etc. Finalmente los Orungus se marcharon. Pasaron unos meses. Un buen día, Arondo dijo a su marido:
Nunca hemos abierto la caja que viene de los Orungus. Miremos qué contiene.
La abrieron y encontraron una tela.
Querido amigo-dijo Arondo-Mbani-, córtame dos varas de esta tela, pues me gusta mucho.
Tras lo cual salieron de la habitación; Arondo se sentó en su cama; Akenda-Mbani  en un taburete, y de repente Arondo exclamó:
Querido marido, empiezo a tener dolor de cabeza.
¡Oh, oh-dijo el marido- ¿quieres, pues, que me muera?-y la miró fijamente.
Ató un vendaje alrededor de la cabeza de su mujer y hizo lo mismo con la suya. Arondo se puso a gritar diciendo que su dolor de cabeza empeoraba, y el pueblo, al oír sus gritos, se reunió a su alrededor: Redji apareció y le dijo:
No grites, hija mía, no te morirás.
Entonces Arondo preguntó:
Padre, ¿por qué me dices que no me moriré.
Si temes la muerte, puedes estar segura de que se producirá.
Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, ella expiró.
Todo el pueblo se lamentó en señal de duelo, y Redji dijo:
Ahora que mi hija ha muerto, es necesario que Akenda-Mbani muera a su vez.
El lugar de sepultura se llama Djimai. Los habitantes fueron a cavar una fosa para los dos cuerpos que habían de ser enterrados en ella juntos. Redji hizo poner en la tumba común un esclavo, un colmillo de elefante, unas campanillas, unas esteras, vajilla y el lecho nupcial. Añadió el cuchillo, la bolsa de casa y la lanza de Akenda-Mbani . Entonces el pueblo dijo;
Cubramos todo esto de tierra y elevemos un pequeño montículo.
cuando Agambuai (el oráculo del pueblo) oyó esto, dijo a Redji:
Tened cuidado, aquí hay leopardos.
Entonces Redji exclamó:
Que no se eleve ningún montículo, pues los leopardos podrían venir a escarbar la tierra y comerse el cuerpo de mi hija.
Al oír esto el pueblo dijo con una sola voz:
Cavemos una fosa más profunda.
Así, pues, retiraron de la fosa a Arondo y a su marido y los pusieron en dos escabeles mientras cavaban y volvían a cavar el hoyo; colocaron también a la muerta. Cuando fueron a hacer lo mismo con Akenda-Mbani, éste se reanimó y les dijo:
No voy nunca dos veces al mismo lugar; ¿por qué meterme en la tumba y sacarme de ella, cuando todos sabéis que no vuelvo nunca a donde ya he estado?
Cuando Redji oyó estas palabras, se enfureció con los sepultureros y les dijo:
Sabéis bien que Akenda-Mbani, como lo prueba su nombre, no va nunca dos veces al mismo sitio. ¿Por qué lo habéis retirado, pues, del lugar donde estaba?
Entonces ordenó al pueblo que apresar a Agambuai y le cortara la cabeza.

Una broma del maestro

   Había en un pueblo un hombre de gran santidad. A los aldeanos les parecía una persona notable y a la vez extravagante, les llamaba la atención al mismo tiempo que los confundía. El caso es que le pidieron que les predicase. El hombre que siempre estaba en disponibilidad para los demás, no dudó en aceptar. El día señalado para la predicción, tuvo la intención de que la actitud de los asistentes no era sincera y que debían recibir una lección. Llegó el momento de la charla y todos los aldeanos se pusieron a escuchar al hombre confiados en pasar un buen rato a su cuesta. Se presentó ante ellos y tras una breve pausa de silencio, preguntó:
Amigos, ¿sabéis de qué voy a hablaros?.
No.-contestaron-
En ese caso-dijo-, no voy a deciros nada. Sois tan ignorantes que de nada podría hablaros que mereciera la pena. En tanto no sepáis de qué voy a hablaros no os dirigiré la palabra.
Los aldeanos, desorientados, se fueron a sus casas. Al día siguiente, se reunieron y decidieron clamar nuevamente las palabras del santo.
El hombre no dudó en acudir a ellos y a preguntarles:
¿ sabéis de qué voy a hablaros?-preguntó-
Sí, lo sabemos-respondieron los aldeanos-.
Siendo así, no tengo nada que deciros, porque ya lo sabéis. Que paséis una buena noche, amigos.
Los aldeanos se sintieron burlados y experimentaron mucha indignación. No se dieron por vencidos desde luego, y convocaron de nuevo al hombre santo. Despúes preguntó:
¿Sabéis, amigos, de qué voy a hablaros?.
No queriendo dejarse atrapar de nuevo, los aldeanos ya habían convenido la respuesta:
Algunos lo sabemos; otros no.
Y el hombre dijo:
En tal caso, que los que saben transmitan su conocimiento a los que no saben. dicho esto el santo se marchó de nuevo al bosque.

Muletas

   El rey se cayó del caballo. Se rompió las piernas de tan mala manera que perdió su uso. Aprendió entonces a desplazarse con muletas, aunque soportaba mal su invalidez. Ver a su alrededor a las personas de su corte que no tenían invalidez alguna pronto le resultó insoportable y le agrió el humor. Se negó a mostrarse disminuido.  <<Ya que no puedo ser semejante a los demás-se dijo una mañana de verano-, todos serán semejantes a mí.>> Mandó, pues, pregonar en sus ciudades y pueblos la orden irrevocable de que todo el mundo se moviera con muletas, bajo pena de muerte inmediata. De un día para otro, el reino entero se vio poblado por inválidos.
Al principio, algunos provocadores salieron a pleno día sin soporte alguno. Ciertamente fue difícil alcanzarles corriendo, pero todos fueron, un día u otro, detenidos, condenados y ejecutados para dar ejemplo. Nadie se atrevió a repetir la provocación. Con el fin de garantizar la seguridad de sus hijos, las madres enseñaron a sus pequeños a caminar con muletas. Debían acostumbrarse, y se acostumbraron.
El rey vivió muchos años. Nacieron varias generaciones que nunca habían visto a nadie desplazarse libremente sobre dos piernas. Los ancianos desaparecieron sin decir nada de sus antiguos paseos, sin atreverse a sembrar en el espíritu de sus hijos y nietos el peligroso deseo de una marcha independiente.
A la muerte del rey, algunos ancianos intentaron liberarse de las muletas, pero ya era demasiado tarde: sus cuerpos desgastados tenían ya necesidad de ellas. La mayor parte de quienes sobrevivieron al rey no sabían ya tenerse en pie. Permanecían postrados sobre algún asiento o tumbados en una cama. Estas tentativas aisladas se consideraron como dulces delirios de ancianos seviles. Cuando contaban que antaño se caminaba libremente, sin muletas, se les miraba con condescendencia, con la alegre indulgencia que se practica con quienes ya chochean.
Pues claro,  abuelo! ¡Cómo no! Sin duda era cuando el pico de los pollos lucía dientes!
Y con una risa en el rabillo del ojo, un guiño intercambiado entre ellos, meneaban la cabeza mientras escuchaban la voz anciana, antes de correr a reírse entre bastidores.

Lejos, en la cima de la montaña, vivía un robusto anciano solitario que, tan pronto murió el rey, arrojó sin vacilar sus muletas al fuego. De hecho, hacía años que no utilizaba las muletas, ni en casa ni cuando paseaba solo en la naturaleza. Las utilizaba en el pueblo para evitar problemas, pero, dado que no tenía esposa ni hijos, no se había privado del placer de su marcha normal. A nadie exponía con ello fuera de a él mismo, y además lo hacía muy en secreto. A la mañana siguiente, salió valientemente a la plaza del pueblo y se irguió ante los pasmados aldeanos:
¡Escuchadme, necesitamos recuperar nuestra libertad de movimiento! La vida puede retomar su curso natural, puesto que el rey inválido ya ha muerto! ¡Pidamos que se abrogue la ley que obligaba a los seres humanos a caminar con muletas!
Todos le miraban; los más jóvenes se sintieron tentados de inmediato. La plaza pronto empezó a bullir de niños, de adolescentes y de otros deportistas que intentaban avanzar sin muletas. Hubo risas, caídas, arañazos, moratones, pero también algunas fracturas, ya que los músculos de las piernas y de la espalda nunca habían aprendido a sostener el cuerpo. El jefe de policía intervino:
¡Basta, basta! Es demasiado peligroso. Tú, el anciano, vete a vender tus talentos en las ferias. ¡Está claro que las personas no están hechas para caminar sin muletas! ¡Observa las heridas, chichones y fracturas que ha provocado tu locura! Déjanos vivir normalmente. ¡Desparece, y, si deseas vivir tranquilo, no vuelvas a intentar pervertir a esta bella juventud!

El anciano se encogió de hombros y se volvió a su casa caminando.

Al caer la noche, oyó llamar suave y discretamente a su puerta. El sonido era tan leve que lo atribuyó a una rama agitada por el viento. No abrió. Entonces alguien llamó claramente a la puerta.
¿Quién es? ¿Qué quiere?-preguntó.
Abra, abuelo, por favor -susurró una voz.
Abrió.
Diez pares de ojos brillantes le miraban con ardor. Un chaval se adelantó y murmuró:
Queremos aprender a caminar como usted. ¿Aceptaría tomarnos como discípulos?
¿Discípulos?
Maestro, ése es nuestro deseo.
Hijos, no soy un maestro, no soy más que una persona que está en buenas condiciones para caminar, en el sentido más simple de la palabra.
Maestro, por favor-le suplicaron todos juntos.
Al anciano le entraron ganas de echarse a reír, pero, al contemplarlos por un momento, se sintió conmovido. Comprendió que el asunto era serio, esencial incluso, que aquellos chicos eran valientes, ardientes, que estaban llenos de vida. Eran portadores de las posibilidades del futuro. Abrió su puerta de par en par para acogerlos.
Durante meses, sin decírselo a nadie, acudieron solos o por parejas para mantener la discreción. cuando adquirieron bastante habilidad, fueron caminando, juntos al pueblo.
¡Mirad-dijeron-, observadnos, es fácil y divertido! ¡Haced como nosotros!
Una ola de pánico invadió los corazones temerosos. Ante ellos la gente fruncía el seño, les señalaba con el dedo, se espantaba. La policía llegó a caballo para poner fin al escándalo. el viejo fue detenido, entregado a la justicia, condenado conforme al edicto real y ejecutado por haber pervertido a diez inocentes.
sus discípulos, indignados por el trato infligido a su maestro, defendieron abiertamente en las plazas que caminaban y que se encontraban bien haciéndolo, mostrando a quien quisiera verles lo cómodo que era tener las manos libres y las piernas ágiles. Sus demostraciones fueron juzgadas falaces. fueron detenidos y metidos en la cárcel. Se estimó, sin embargo, que habían sido arrastrados al error y se les concedieron circunstancias atenuantes, de manera que sólo fueron condenados a penas leves. Algunos obstinados no consintieron en dejar de asegurar que era preciso caminar sin muletas. La comunidad, inquieta, atropellada en sus constumbres por la singularidad de que hacían gala, los rechazó prudentemente lejos del pueblo aconsejándoles que hicieran carrera en las ferias. Para quienes se habían quedado e insistían de manera verdaderamente excesiva, en ocasiones fue necesario aplicar estrictamente la ley; por lo general, sin embargo, fueron más bien considerados con conmiseración y tratados como los locos del pueblo, mantenidos a distancia de los niños o de las buenas familias.

Todavía hoy, en las veladas nocturnas se susurra con palabras encubiertas que, dispersos por el mundo, existen, pese a todo, pequeños grupos que no parecen estar locos y que afirman caminar solos, sin muletas. Es imposible verificarlo. A los niños se les enseña que no son más que cuentos.