jueves, 1 de mayo de 2014

El invitado

   En un lejano pueblo de algún lugar de Oriente, vivía el más importante e influyente sacerdote de aquellos tiempos, un hombre simple de una sabiduría nunca vista y una sensibilidad poco común. 
Cierto día, llegó al monasterio donde vivía una invitación para ir a cenar a la casa del más rico de los hombres del reino. El sacerdote, que casi nunca salía de sus habitaciones, decidió que no podía seguir siendo descortés con su anfitrión y aceptó la invitación.
El día previsto para la cena, a pesar de la tormenta que se avecinaba, decidió montar en su carruaje y conducir hasta la mansión del hombre rico.
Unos quinientos metros antes de llegar a la casa, un trueno asustó a su caballo y un brusco relámpago lo hizo alzarse a dos patas, arrojando el carruaje a una zanja y al sacerdote con él.
El hombre estaba mucho más cerca de su destino que del monasterio, decidió ir allí y pedir algo de ropa para cambiarse.
Cuando golpeó la puerta de la mansión, un pulcro mayordomo abrió y, al verlo con ese aspecto, le gritó:
¿Qué haces aquí, pordiosero? ¿Cómo te atreves a golpear esta puerta?
Yo vengo...por la comida de hoy-respondió el sacerdote.
Vaya poca vergüenza-dijo el mayordomo-. Las sobras estarán recién mañana, y si algo queda, cosa que dudo, debes pedirlo por la puerta de servicio. ¿Comprendes?
Usted no me comprende-intentó explicar el visitante-. Es que yo no vengo por las sobras...
Ahh-se burló el mayordomo-. ¿No pretenderás pasar a sentarte a la mesa de los señores?
Bueno...justamente...
No llegó a terminar la frase.
El dueño de la casa apareció a preguntarle a su mayordomo qué estaba pasando.
Nada importante, patrón; es sólo que este mendigo pretende que le dé las sobras de la comida antes de que se haya servido la cena... Le he dicho que se retire, pero insiste en su reclamo.
Pues que se retire inmediatamente...Mira cómo está ensuciando la entrada...Qué horror... Justo hoy. Llama a la guardia y, si no se va, ¡que suelten a los perros!
A empellones y patadas echaron al pobre sacerdote a la calle, amenazado por una decena de perros que ladraban mostrando sus afilados dientes.
Como pudo, el hombre se trepó al carro y regresó al monasterio.
Una vez en su cuarto, después de lavarse las manos y la cara, se dirigió a su armario y sacó de allí una lujosa capa de oro y plata que le había regalado un año atrás justamente el dueño de la casa de la que la habían echado.
Enfundado en la prenda, volvió a subirse al carro y esta vez llegó sin contratiempos a su destino.
Volvió a golpear y el mismo mayordomo le abrió la puerta.
Esta vez le hizo pasar con una reverencia.
El dueño de la casa se acercó y saludó inclinando la cabeza.
Excelencia-le dijo-, ya estaba pensando que no vendría...¿Podemos pasar? Los demás nos esperan...
Claro-dijo el recién llegado.
Todos se pusieron de pie al verlo entrar y no se sentaron hasta que el hombre de la importante capa tomó asiento, a la derecha del anfitrión.
Sirvieron el primer plato. Una especie de cocido en caldo que, a primera vista, parecía muy apetitoso.
Se hizo una pausa y todas las miradas se posaron en el sacerdote, quien en lugar de decir una oración o empezar a comer, como todos esperaban, estiró la mano por debajo de la mesa y, tomando la punta de su lujosa capa entre los dedos, comenzó a mojarla en el caldo.
En un silencio inquietante, el sacerdote le hablaba a su capa diciéndole:
Prueba la comida, mi amor... Mira qué buen caldo... Mira esta papita... ¿Y esta carne?...Come, mi amor...
El dueño de la casa, después de mirar para todos lados buscando una respuesta al comportamiento de su huésped, se animó a preguntar:
¿Pasa algo, excelencia?
¿Pasar?...-dijo el sacerdote-. No. No pasa nada. Pero esta cena nunca fue para mí. Está claro que la invitada es esta capa... Cuando llegué sin ella hace un rato, me echaron a patadas.

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