lunes, 12 de mayo de 2014

Muletas

   El rey se cayó del caballo. Se rompió las piernas de tan mala manera que perdió su uso. Aprendió entonces a desplazarse con muletas, aunque soportaba mal su invalidez. Ver a su alrededor a las personas de su corte que no tenían invalidez alguna pronto le resultó insoportable y le agrió el humor. Se negó a mostrarse disminuido.  <<Ya que no puedo ser semejante a los demás-se dijo una mañana de verano-, todos serán semejantes a mí.>> Mandó, pues, pregonar en sus ciudades y pueblos la orden irrevocable de que todo el mundo se moviera con muletas, bajo pena de muerte inmediata. De un día para otro, el reino entero se vio poblado por inválidos.
Al principio, algunos provocadores salieron a pleno día sin soporte alguno. Ciertamente fue difícil alcanzarles corriendo, pero todos fueron, un día u otro, detenidos, condenados y ejecutados para dar ejemplo. Nadie se atrevió a repetir la provocación. Con el fin de garantizar la seguridad de sus hijos, las madres enseñaron a sus pequeños a caminar con muletas. Debían acostumbrarse, y se acostumbraron.
El rey vivió muchos años. Nacieron varias generaciones que nunca habían visto a nadie desplazarse libremente sobre dos piernas. Los ancianos desaparecieron sin decir nada de sus antiguos paseos, sin atreverse a sembrar en el espíritu de sus hijos y nietos el peligroso deseo de una marcha independiente.
A la muerte del rey, algunos ancianos intentaron liberarse de las muletas, pero ya era demasiado tarde: sus cuerpos desgastados tenían ya necesidad de ellas. La mayor parte de quienes sobrevivieron al rey no sabían ya tenerse en pie. Permanecían postrados sobre algún asiento o tumbados en una cama. Estas tentativas aisladas se consideraron como dulces delirios de ancianos seviles. Cuando contaban que antaño se caminaba libremente, sin muletas, se les miraba con condescendencia, con la alegre indulgencia que se practica con quienes ya chochean.
Pues claro,  abuelo! ¡Cómo no! Sin duda era cuando el pico de los pollos lucía dientes!
Y con una risa en el rabillo del ojo, un guiño intercambiado entre ellos, meneaban la cabeza mientras escuchaban la voz anciana, antes de correr a reírse entre bastidores.

Lejos, en la cima de la montaña, vivía un robusto anciano solitario que, tan pronto murió el rey, arrojó sin vacilar sus muletas al fuego. De hecho, hacía años que no utilizaba las muletas, ni en casa ni cuando paseaba solo en la naturaleza. Las utilizaba en el pueblo para evitar problemas, pero, dado que no tenía esposa ni hijos, no se había privado del placer de su marcha normal. A nadie exponía con ello fuera de a él mismo, y además lo hacía muy en secreto. A la mañana siguiente, salió valientemente a la plaza del pueblo y se irguió ante los pasmados aldeanos:
¡Escuchadme, necesitamos recuperar nuestra libertad de movimiento! La vida puede retomar su curso natural, puesto que el rey inválido ya ha muerto! ¡Pidamos que se abrogue la ley que obligaba a los seres humanos a caminar con muletas!
Todos le miraban; los más jóvenes se sintieron tentados de inmediato. La plaza pronto empezó a bullir de niños, de adolescentes y de otros deportistas que intentaban avanzar sin muletas. Hubo risas, caídas, arañazos, moratones, pero también algunas fracturas, ya que los músculos de las piernas y de la espalda nunca habían aprendido a sostener el cuerpo. El jefe de policía intervino:
¡Basta, basta! Es demasiado peligroso. Tú, el anciano, vete a vender tus talentos en las ferias. ¡Está claro que las personas no están hechas para caminar sin muletas! ¡Observa las heridas, chichones y fracturas que ha provocado tu locura! Déjanos vivir normalmente. ¡Desparece, y, si deseas vivir tranquilo, no vuelvas a intentar pervertir a esta bella juventud!

El anciano se encogió de hombros y se volvió a su casa caminando.

Al caer la noche, oyó llamar suave y discretamente a su puerta. El sonido era tan leve que lo atribuyó a una rama agitada por el viento. No abrió. Entonces alguien llamó claramente a la puerta.
¿Quién es? ¿Qué quiere?-preguntó.
Abra, abuelo, por favor -susurró una voz.
Abrió.
Diez pares de ojos brillantes le miraban con ardor. Un chaval se adelantó y murmuró:
Queremos aprender a caminar como usted. ¿Aceptaría tomarnos como discípulos?
¿Discípulos?
Maestro, ése es nuestro deseo.
Hijos, no soy un maestro, no soy más que una persona que está en buenas condiciones para caminar, en el sentido más simple de la palabra.
Maestro, por favor-le suplicaron todos juntos.
Al anciano le entraron ganas de echarse a reír, pero, al contemplarlos por un momento, se sintió conmovido. Comprendió que el asunto era serio, esencial incluso, que aquellos chicos eran valientes, ardientes, que estaban llenos de vida. Eran portadores de las posibilidades del futuro. Abrió su puerta de par en par para acogerlos.
Durante meses, sin decírselo a nadie, acudieron solos o por parejas para mantener la discreción. cuando adquirieron bastante habilidad, fueron caminando, juntos al pueblo.
¡Mirad-dijeron-, observadnos, es fácil y divertido! ¡Haced como nosotros!
Una ola de pánico invadió los corazones temerosos. Ante ellos la gente fruncía el seño, les señalaba con el dedo, se espantaba. La policía llegó a caballo para poner fin al escándalo. el viejo fue detenido, entregado a la justicia, condenado conforme al edicto real y ejecutado por haber pervertido a diez inocentes.
sus discípulos, indignados por el trato infligido a su maestro, defendieron abiertamente en las plazas que caminaban y que se encontraban bien haciéndolo, mostrando a quien quisiera verles lo cómodo que era tener las manos libres y las piernas ágiles. Sus demostraciones fueron juzgadas falaces. fueron detenidos y metidos en la cárcel. Se estimó, sin embargo, que habían sido arrastrados al error y se les concedieron circunstancias atenuantes, de manera que sólo fueron condenados a penas leves. Algunos obstinados no consintieron en dejar de asegurar que era preciso caminar sin muletas. La comunidad, inquieta, atropellada en sus constumbres por la singularidad de que hacían gala, los rechazó prudentemente lejos del pueblo aconsejándoles que hicieran carrera en las ferias. Para quienes se habían quedado e insistían de manera verdaderamente excesiva, en ocasiones fue necesario aplicar estrictamente la ley; por lo general, sin embargo, fueron más bien considerados con conmiseración y tratados como los locos del pueblo, mantenidos a distancia de los niños o de las buenas familias.

Todavía hoy, en las veladas nocturnas se susurra con palabras encubiertas que, dispersos por el mundo, existen, pese a todo, pequeños grupos que no parecen estar locos y que afirman caminar solos, sin muletas. Es imposible verificarlo. A los niños se les enseña que no son más que cuentos.

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